viernes, 1 de junio de 2012

The Call of the Wild


             No, no voy a tratar a estas alturas de Jack London. Tampoco me ha dado aún por visitar las inhóspitas tierras del Yukon  y entregarme a la madre naturaleza, y mira que Thoreau me marcó en su día.  Sin embargo, no puedo evitar contemplar el horizonte. Ahí está, inevitablemente. Voy conduciendo y se asoma a mi retrovisor. Mientras estoy trabajando ahí sigue, rodeándome, visible desde todas las ventanas. Me asomo a la terraza  de mi casa y giro inevitablemente la cabeza a la izquierda. Ahí está. Ahí están. Los picos, las montañas, los bosques, los prados, los valles, …incluso la nieve. No puedo ignorar su magnetismo. Me tengo que echar al monte.

Majestuoso Trevenque. 

                 No puedo ya ver gozo alguno en ponerme las zapatillas y rodar una hora por la ciudad o sus alrededores,  por las caminos tan transitados en estas fechas debido a la llamada de “los meses milagros”. Es curioso cómo los caminos que llevo todo el año pateando se convierten en una carrera de obstáculos humanos y caninos. Es insondable para mí cómo una persona puede descuidar 10 meses su cuerpo y pretender transformarlo en 2. Invaden la calzada, dispuestos en grupo.  Me contemplan impávidos, tras sus gafas de sol fashion, mientras me acerco de frente a ellos. No desvían la trayectoria de su pitbull o rottweiler correspondiente. Se contonean y me desafían a menos de 10 metros, y finalmente no tengo más remedio que seguir de costado, haciendo virguerías para no estamparme con la farola de la margen izquierda.  A continuación se aproximan ciclistas enanos suicidas. Son niños, el orgullo de papá ciclista, que está apostado en su Orbea de 1000 euros, sonriendo orgullosamente al ver cómo sus retoños zigzaguean y evitan caerse una y otra vez, mientras yo, tensionado, procuro prever sus próximos temerarios movimientos. 

         Tengo que ir al monte. Miles de seres vivos viendo juntos en soledad me abruman y me echan de aquí, donde he estado exprimiéndome en invierno, lloviendo, con frío, barro… solo.  A menos de 1 km para llegar a casa miro hacia arriba y allí está. Se siente traicionada, me mira despechada. L a Sierra se ríe de mí y parece recordarme todo lo que me estoy perdiendo por estar aquí abajo.

En el corazón del Cerro Huenes.

Hace un par de días el impulso fue irrefrenable. Caí de nuevo. Desafié a mi rodilla y a todas las voces de la lógica que retumbaban en mi mente. Me entregué a ella. Pequé. Le ofrecí todo lo que pude, disfruté con ella,  y al final me castigó duramente, recordándome que lo nuestro aún tiene que esperar.  Me repitió que estará ahí, impetérrita ante los cambios, esperándome. Sabe que volveré lo antes posible. Ya no concibo correr sin la naturaleza.

… Pero entre todos mis defectos, el peor es sin duda mi cabezonería. Ignoraré el dolor por última vez, olvidaré este tremendo resfriado, y este domingo acudiré a la carrera de las Fuerzas Armadas. El lunes me volveré a poner en manos profesionales (esta vez espero que sí) y ahora ya estoy dispuesto a aceptar lo que me ordenen. Incluso el reposo.

1 comentario:

  1. ¡Con qué nitidez comprendo lo que dices! Es más lo comparto porque hace tiempo huí de la ciudad para perderme en la naturaleza y sus criaturas, precisamente por lo que tú dices, para evitar esas criaturas urbanas. Preciosa esa foto del Cerro Huenes (ojo, la foto digo, jeje).
    Si estás resfriado como yo, debimos de pillarla de la buena en Órgiva, que la temperatura fue bestial y luego tomamos cosas frías (al menos eso dice mi médica). Estupenda y sentida entrada.

    ResponderEliminar