lunes, 27 de octubre de 2014

Aturdido

Bien, pues tras 20 años de devota actividad deportiva me dispongo a afrontar un periplo novedoso para mí. Ahora ya no caben falsos dramatismos ni fingidas preocupaciones. Tengo que ir asumiendo que quizá no vuelva a correr. Nadie me lo ha dicho, pero en mi fuero interno sé que es así. Todos me transmiten optimismo al respecto, o tal vez sea incredulidad, en tanto que ellos, tanto como yo, son incapaces de concebirme sin correr. La pesadilla que empezó a finales de febrero está  a punto de extinguirse. Para bien o para mal. Nada de hernias ni nervios ciáticos que valgan, nada de metatarsalgias ni distensión de tibiales ni síndromes compartimentales. Ni hostias.

Después de mucha incertidumbre, negligencias y ansiedad la única vía posible es el quirófano. Una compleja obra quirúrgica que tendrá que reconducir el flujo sanguíneo de mi pierna derecha por otro lugar distinto de mi maltrecha arteria poplítea, que literalmente está reventada. Un doble bypass usando mi vena autóloga para volver a poder sentir la pierna derecha como mía, para volver a intentar andar más de 100 metros, para no volver a sentir espasmos, hormigueos, quemazones y calambres en toda la pantorrilla. Y quizá para volver a correr, sólo quizá.

Ahora esta época es extraña. Trato de autoafianzarme, buscar la confianza perdida, asumir mi inactividad, combatir la ansiedad y abandonarla en el pasado. Sólo me queda esperar la cita con el cirujano vascular y mientras llega tan sólo puedo hacer un ratito de elíptica y trabajar a conciencia el tren superior, todo ello con las vistas puestas en mi futura larga inactividad. Sudor baldío. Ahora no tengo una explícita dependencia física de correr, ahora puedo ver a la gente aprovechando estos magníficos días pseudo-otoñales pateando las calles, montando en sus bicicletas.  Pero me duele ver la montaña. Todos los días mi trayecto laboral me obliga a cruzar la Sierra de Huétor, con su embriagador verdor, sus picos, sus misteriosos pinares… Y siento estrés.  Dormido, sueño que estoy coronando alguna cima, bajando alguna colina a tumba abierta, una melodía de metal vikingo me acompaña y al despertar encuentro el desamparo y la hostia de cruda realidad.

Todo ha quedado en stand-by. Todo está paralizado y muchas veces me apetece ocultarme en algún lugar, huir de lo que sé que soy, de lo que llevo más de media vida haciendo, olvidarme de lo que me gusta y da sentido, de lo que conforma mi yo. Los días se limitan a transcurrir sin pena ni gloria, lentos.


Si miro al horizonte, si me atrevo, diviso un lejano mes de febrero cuando quizá todo haya salido bien y pueda empezar a trotar, cuando me despierte de esta pesadilla que me tiene aturdido y los colores, olores y sabores vuelvan a tener sentido y conformen este difuminado cuadro que es ahora mi vida.

martes, 14 de octubre de 2014

En alguna estación centroeuropea

El cielo seguía plomizo. Oscuro y pesado. Un frío intermitente sacudía sus huesos en una suerte de espasmos eléctricos que le hacía estar alerta,  pendiente de su alrededor. Aunque la realidad es que nadie le prestaba atención. Pasaba tan desapercibido como la lluvia que, una vez más, empezaba a repiquetear en aquel lugar.

Debe de suceder que la desdicha no conoce fronteras ni idiomas. Hacía más de dos meses que Michel había huido de su país, de su gente, de sí mismo. Sólo era consciente de que escapaba, pero no de hacia donde iba. La suerte o más bien el azar le había conducido a aquel lugar del centro de Europa. Seguía en su perpetuo estado de desasosiego.

Sin saber cómo ni por qué, allí se encontraba, apoyado sobre alguna farola, en el andén de alguna estación de tren centroeuropea. Como era habitual, fumaba con caladas cortas y estudiadas, con la mirada huidiza y esquiva de quien se sabe inseguro y fuera de lugar.
Comprobaba sus pertenencias cada 5 minutos: conservaba sus llaves, su cartera, su móvil, su encendedor, su bloc. Repetía el gesto de palparse los bolsillos metódicamente como si existiese la posibilidad de que algún agujero le hiciese perder algo. Se apoyaba en su pie izquierdo, como siempre, manteniendo el derecho ligeramente flexionado.  A veces se detenía a contemplar al resto de viandantes, sus miradas vacías, sus gestos espontáneos, sus rostros de determinación: conocían su destino.

Sabía que iba a coger el enésimo tren. Un tren que le llevaría a otra parte, que trazaría otra línea en el mapa físico al cual era incapaz de pertenecer. Sabía que se detendría en otra ciudad extraña, ajena a su insignificancia en el mundo. Sabía que aquella ciudad le devolvería la misma indiferencia de todas las anteriores, el mismo anonimato, el mismo desamparo, la misma soledad. Muy en su interior, quizá siempre subyacía la certeza del cambio, del punto de inflexión, del momento en que todo se pondría patas arriba y empezase a comprenderlo todo; que la delimitación geográfica era una proyección  de su existencia en el mundo. Puede que sintiera eso el algún momento. Cierta esperanza se dibujaba en el horizonte.

Pero hoy un escalofrío no para de recorrer su médula. Hoy su pasado ha cobrado un realismo inusitado para su consciencia; hoy sus fantasmas son tangibles y parecen acompañarle a cada paso. Todo su infortunio, sus errores y el dolor se han despojado de ese halo de irrealidad y se han hecho visibles. Lo sabe y por eso quiere huir de nuevo.

El denso humo de las fábricas cercanas, las ensordecedoras llamadas por megafonía a los pasajeros, el traqueteo metálico de los vagones y el tráfago de pasajeros yendo y viniendo le han sacudido y se ha puesto en movimiento. Siente que se ahoga, que para respirar necesita moverse. Arroja la colilla al suelo con vehemencia y sale corriendo.


Corre rápido sin importarle si ha perdido las llaves, la cartera, el móvil, el encendedor, el bloc. Quiere perder de vista esa infame estación centroeuropea de tejados encarnados, con sus columnas grises, esos amplios ventanales que no filtran luz, porque la luz y el sol le son desconocidos a esa ciudad, a ese país, a él mismo. Huye sin dirección, sin mirar atrás hasta que una pesada puerta metálica le impide el paso. Ha entrado en un edificio y ha llegado a una puerta sin saber si es de entrada o salida. Como una implacable metáfora de su realidad, su vida se halla estancada delante de una puerta.


No sin esfuerzo, ha conseguido abrirla y a duras penas se precipita por un corredor que lo conduce hacia abajo. Paredes blancas encaladas hace mucho tiempo, desconchadas, agrietadas. Las grietas que dejó atrás y que se le reproducen como células cancerígenas. Siempre ha odiado tocar esa rugosidad de las paredes, una sensación insoportable para sus dedos. Baja los peldaños de esa interminable escalera de dos en dos, de tres en tres, no hay barandilla a la que asirse. Con los ojos entreabiertos va percatándose de que habrá bajado dos o tres plantas. Otra puerta, otra pesada puerta, claramente más estrecha. No sabe por qué, pero tiene que abrirla, atravesarla, dejar atrás todos esos escalones. Sigue descendiendo, un jadeo ahogado y constante que van extenuándole poco a poco. Seis o siete plantas, calcula. La estancia se vuelve cada vez más angosta, un hálito húmedo se introduce en su garganta. Palpa el vacío, casi puede masticar la oscuridad que se ha cernido sobre él. No puede avanzar, no puede retroceder, rasga con sus uñas las paredes mientras apenas puede articular sus últimas palabras… Aquellas palabras que siempre supo que tuvo que haber pronunciado mucho tiempo atrás…