No, no voy a tratar a estas alturas de Jack London. Tampoco
me ha dado aún por visitar las inhóspitas tierras del Yukon y entregarme a la madre naturaleza, y mira
que Thoreau me marcó en su día. Sin
embargo, no puedo evitar contemplar el horizonte. Ahí está, inevitablemente.
Voy conduciendo y se asoma a mi retrovisor. Mientras estoy trabajando ahí
sigue, rodeándome, visible desde todas las ventanas. Me asomo a la terraza de mi casa y
giro inevitablemente la cabeza a la izquierda. Ahí está. Ahí están. Los picos,
las montañas, los bosques, los prados, los valles, …incluso la nieve. No puedo
ignorar su magnetismo. Me tengo que echar al monte.
Majestuoso Trevenque. |
No puedo ya ver gozo
alguno en ponerme las zapatillas y rodar una hora por la ciudad o sus alrededores, por las
caminos tan transitados en estas fechas debido a la llamada de “los meses
milagros”. Es curioso cómo los caminos que llevo todo el año pateando se
convierten en una carrera de obstáculos humanos y caninos. Es insondable para
mí cómo una persona puede descuidar 10 meses su cuerpo y pretender
transformarlo en 2. Invaden la calzada, dispuestos en grupo. Me contemplan impávidos, tras sus gafas de
sol fashion, mientras me acerco de frente a ellos. No desvían la trayectoria de
su pitbull o rottweiler correspondiente. Se contonean y me desafían a menos de
10 metros, y finalmente no tengo más remedio que seguir de costado, haciendo
virguerías para no estamparme con la farola de la margen izquierda. A continuación se aproximan ciclistas enanos
suicidas. Son niños, el orgullo de papá ciclista, que está apostado en su Orbea
de 1000 euros, sonriendo orgullosamente al ver cómo sus retoños zigzaguean y
evitan caerse una y otra vez, mientras yo, tensionado, procuro prever sus próximos temerarios movimientos.
Tengo que ir al monte. Miles de seres vivos viendo juntos en
soledad me abruman y me echan de aquí, donde he estado exprimiéndome en
invierno, lloviendo, con frío, barro… solo.
A menos de 1 km para llegar a casa miro hacia arriba y allí está. Se
siente traicionada, me mira despechada. L a Sierra se ríe de mí y parece recordarme
todo lo que me estoy perdiendo por estar aquí abajo.
En el corazón del Cerro Huenes. |
Hace un par de días el impulso fue irrefrenable. Caí de
nuevo. Desafié a mi rodilla y a todas las voces de la lógica que retumbaban en
mi mente. Me entregué a ella. Pequé. Le ofrecí todo lo que pude, disfruté con
ella, y al final me castigó duramente,
recordándome que lo nuestro aún tiene que esperar. Me repitió que estará ahí, impetérrita ante
los cambios, esperándome. Sabe que volveré lo antes posible. Ya no concibo
correr sin la naturaleza.
… Pero entre todos mis defectos, el peor es sin duda mi cabezonería.
Ignoraré el dolor por última vez, olvidaré este tremendo resfriado, y este
domingo acudiré a la carrera de las Fuerzas Armadas. El lunes me volveré a
poner en manos profesionales (esta vez espero que sí) y ahora ya estoy
dispuesto a aceptar lo que me ordenen. Incluso el reposo.
¡Con qué nitidez comprendo lo que dices! Es más lo comparto porque hace tiempo huí de la ciudad para perderme en la naturaleza y sus criaturas, precisamente por lo que tú dices, para evitar esas criaturas urbanas. Preciosa esa foto del Cerro Huenes (ojo, la foto digo, jeje).
ResponderEliminarSi estás resfriado como yo, debimos de pillarla de la buena en Órgiva, que la temperatura fue bestial y luego tomamos cosas frías (al menos eso dice mi médica). Estupenda y sentida entrada.