El cielo seguía plomizo. Oscuro y pesado. Un frío
intermitente sacudía sus huesos en una suerte de espasmos eléctricos que le
hacía estar alerta, pendiente de su
alrededor. Aunque la realidad es que nadie le prestaba atención. Pasaba tan
desapercibido como la lluvia que, una vez más, empezaba a repiquetear en aquel
lugar.
Debe de suceder que la desdicha no conoce fronteras ni
idiomas. Hacía más de dos meses que Michel había huido de su país, de su gente,
de sí mismo. Sólo era consciente de que escapaba, pero no de hacia donde iba. La
suerte o más bien el azar le había conducido a aquel lugar del centro de Europa.
Seguía en su perpetuo estado de desasosiego.
Sin saber cómo ni por qué, allí se encontraba, apoyado sobre
alguna farola, en el andén de alguna estación de tren centroeuropea. Como era
habitual, fumaba con caladas cortas y estudiadas, con la mirada huidiza y
esquiva de quien se sabe inseguro y fuera de lugar.
Comprobaba sus pertenencias cada 5 minutos: conservaba sus
llaves, su cartera, su móvil, su encendedor, su bloc. Repetía el gesto de
palparse los bolsillos metódicamente como si existiese la posibilidad de que
algún agujero le hiciese perder algo. Se apoyaba en su pie izquierdo, como
siempre, manteniendo el derecho ligeramente flexionado. A veces se detenía a contemplar al resto de
viandantes, sus miradas vacías, sus gestos espontáneos, sus rostros de
determinación: conocían su destino.
Sabía que iba a coger el enésimo tren. Un tren que le
llevaría a otra parte, que trazaría otra línea en el mapa físico al cual era
incapaz de pertenecer. Sabía que se detendría en otra ciudad extraña, ajena a
su insignificancia en el mundo. Sabía que aquella ciudad le devolvería la misma
indiferencia de todas las anteriores, el mismo anonimato, el mismo desamparo,
la misma soledad. Muy en su interior, quizá siempre subyacía la certeza del
cambio, del punto de inflexión, del momento en que todo se pondría patas arriba
y empezase a comprenderlo todo; que la delimitación geográfica era una
proyección de su existencia en el mundo.
Puede que sintiera eso el algún momento. Cierta esperanza se dibujaba en el
horizonte.
Pero hoy un escalofrío no para de recorrer su médula. Hoy su
pasado ha cobrado un realismo inusitado para su consciencia; hoy sus fantasmas
son tangibles y parecen acompañarle a cada paso. Todo su infortunio, sus
errores y el dolor se han despojado de ese halo de irrealidad y se han hecho
visibles. Lo sabe y por eso quiere huir de nuevo.
El denso humo de las fábricas cercanas, las ensordecedoras
llamadas por megafonía a los pasajeros, el traqueteo metálico de los vagones y
el tráfago de pasajeros yendo y viniendo le han sacudido y se ha puesto en
movimiento. Siente que se ahoga, que para respirar necesita moverse. Arroja la
colilla al suelo con vehemencia y sale corriendo.
Corre rápido sin importarle si ha perdido las llaves, la
cartera, el móvil, el encendedor, el bloc. Quiere perder de vista esa infame
estación centroeuropea de tejados encarnados, con sus columnas grises, esos amplios
ventanales que no filtran luz, porque la luz y el sol le son desconocidos a esa
ciudad, a ese país, a él mismo. Huye sin dirección, sin mirar atrás hasta que
una pesada puerta metálica le impide el paso. Ha entrado en un edificio y ha
llegado a una puerta sin saber si es de entrada o salida. Como una implacable
metáfora de su realidad, su vida se halla estancada delante de una puerta.
No sin esfuerzo, ha conseguido abrirla y a duras penas se
precipita por un corredor que lo conduce hacia abajo. Paredes blancas encaladas
hace mucho tiempo, desconchadas, agrietadas. Las grietas que dejó atrás y que
se le reproducen como células cancerígenas. Siempre ha odiado tocar esa
rugosidad de las paredes, una sensación insoportable para sus dedos. Baja los peldaños
de esa interminable escalera de dos en dos, de tres en tres, no hay barandilla
a la que asirse. Con los ojos entreabiertos va percatándose de que habrá bajado
dos o tres plantas. Otra puerta, otra pesada puerta, claramente más estrecha.
No sabe por qué, pero tiene que abrirla, atravesarla, dejar atrás todos esos
escalones. Sigue descendiendo, un jadeo ahogado y constante que van
extenuándole poco a poco. Seis o siete plantas, calcula. La estancia se vuelve
cada vez más angosta, un hálito húmedo se introduce en su garganta. Palpa el
vacío, casi puede masticar la oscuridad que se ha cernido sobre él. No puede
avanzar, no puede retroceder, rasga con sus uñas las paredes mientras apenas
puede articular sus últimas palabras… Aquellas palabras que siempre supo que
tuvo que haber pronunciado mucho tiempo atrás…
Te veo creador. Sigue así. Que tal tu lesión? Me convenció el frontal de Dechatlon y seguramente acabe comprándolo. Saludos.
ResponderEliminarPues no me han llegado Javi. Oye que siento mucho lo que me cuentas, aunque si es para que te quedes bien, bienvenida sea la operación. Yo pensé que el consejo del frontal era tuyo. Pronto estarás en los caminos.
ResponderEliminar